Bedelia se despierta con un silencio roto sólo por el canto de los pájaros. Se incorpora, y aunque la ventana está tapiada burdamente con tres tablones de madera deja escapar algunos rayos de luz, uno de ellos se dirige directo a su cara. Es tarde, el calor y la posición del sol se lo dicen.
No hay nadie a su lado. Ha pasado una semana sin que Fredrick despierte junto a ella. Está cansada, durmió tarde y mal y las pesadillas se han convertido en algo recurrente, así que tuvo que tapar la ventana. Quiere dormir más, aunque no descanse al menos no piensa.
Se incorpora y sus pies rozan un suelo que parece hielo. Siente la tentación de volver a la cama, pero tiene sed. Eso es lo único que le impulsa a salir de la habitación, bajar las escaleras y llegar hasta la cocina. Allí, una anticuada jarra de madera le da la bienvenida. Se sirve un vaso pero en su torpeza derrama parte del agua sobre la mesa. No intenta recogerla, le da igual y, de todas formas, acabará evaporándose o la madera la absorberá. Sabe que eso no es bueno para la mesa, pero aun así sigue sin importarle.
Se acurruca en una silla con las piernas en el pecho en postura fetal y bebe. No hay fuego ardiendo en la chimenea, la casa está congelada y la única fuente de luz en aquella habitación se tiñe de un color ambarino filtrada por la cortina. Ella tiene un aspecto pésimo. Hace días que no se da una ducha, tiene el pelo lleno de nudos y la cara ha adquirido un blanco marmóreo que contrasta con sus ojeras, de un intenso púrpura. No hace nada, no trabaja, no sale, sólo piensa. En su hijo, en los errores que cometió, en que tal vez con una mejor dieta, con menos estrés o cuidándose más se podría haber evitado. También piensa en él, en Fredrick. No le culpa por haberse ido, pero nota la ausencia. No puede dejar de notarla en el silencio, que ya ha adquirido entidad propia.
Tres golpes rítmicos en la puerta le hacen olvidar brevemente sus cavilaciones. Alguien viene a visitarla, pero ella se queda quieta y en silencio. Los golpes se repiten otra vez, y otra más. Tras insistir cuatro veces, quienquiera que haya fuera decide tirar la toalla e irse, y ella lo agradece. No quiere ver a nadie, ni siquiera a sus padres (aunque sería improbable que la visitaran, no les ha contado nada acerca de su aborto).
Sólo espera y sobrevive. Aunque no sabe bien para qué.
***
Frente a ella, un bosque. Bedelia inspira lentamente, deleitándose con aquel perfume floral y con el correr de algún animal cercano. No puede decir cuánto lleva viajando pero ya es un tiempo. Tiene hambre, y aquel es un lugar tan bueno como cualquier otro para comer, así que se sienta en el tronco de un árbol y desempaqueta cuidadosamente su ración de viaje. Debe ser muy estricta con lo que come porque, según le han indicado, el siguiente pueblo aún queda lejos, y aunque puede cazar prefiere no hacerlo.
Se alegra de haber salido de la casa. No se siente bien, pero tampoco alimenta su malestar. Cuando piensa sobre ello no es capaz de discernir el momento en el que tomó la decisión de lanzarse al mundo sin brújula u objetivo, sólo se ve a si misma empaquetando lo imprescindible, agarrando el estoque y cerrando la puerta con llave. No tiene un objetivo pero si sitio al que volver, y eso resulta muy reconfortante. Aunque aún es más reconfortante saber que él también volverá. Quiere verle, le echa de menos, pero entiende que este interludio es importante para los dos. Recuerda su cara, se sonroja y sonríe. Después empieza a comer.
***
Está helada. Congelada de arriba a abajo. ¿Quién en su sano juicio se asentaría en una tierra como aquella? Es preciosa, sin duda; una belleza salvaje, pero joder que frío. El tiempo y las estaciones se han deslizado frente a ella como una procesión de discretos fantasmas hasta que el invierno vuelve a sorprenderla. Y la sorprende allí, en los yermos.
Ha conocido gente, ha progresado, ha sanado parte de su dolor, ha decidido luchar. Pero sigue viajando, todavía no es el momento de volver. Se acuerda, con bastante rechazo, de que un puesto como mercenaria le espera a su vuelta, pero sabe (y lleva sabiéndolo mucho tiempo) que no volverá a eso. No puede, ni quiere, eludir el impacto de los cambios en su vida y su pensamiento.
Pero si echa de menos ciertas cosas. Echa de menos a Donovan, beber cerveza y gritar cosas absurdas sin vergüenza. Sus chistes verdes y su compañía. Echa de menos los atardeceres de Schank y la forma en que la luz hace brillar las hojas de los árboles. Echa de menos la comunalidad, el sentimiento de pertenecer a un sitio y ser aceptado en él (y recuerda, con dolorosa culpabilidad, que se marchó sin despedirse de nadie). Echa de menos poner la cocina perdida intentando preparar un pastel, y que posteriormente el pastel se queme porque es una cocinera pésima. Echa de menos a sus padres, con quienes lleva cerca de dos años sin hablar cara a cara y en cuya última carta les explica que, en una emergencia, han solicitado extraoficialmente su ayuda y debe viajar.
Pero sobre todo le echa de menos a él. Su risa, sus besos, su forma desinteresada de quererla, su apoyo. En el tiempo que lleva sola se ha vuelto un pilar importante para ella, la idea de tener un hogar y alguien con quien compartirlo le insufla fuerza, le permite seguir adelante. Sabe que, aunque esté perdida en mitad de la nada, tiene un sitio al que volver y que eso no cambiará por muy lejos que se encuentre. Sabe que él piensa lo mismo y sabe que pueden salir de aquello, de la tormenta que cambió sus vidas. No pueden esquivar la lluvia, pero pueden aceptarla.
Se pregunta a menudo cómo estará, qué hará o cómo serán los sitios que visita. Le gusta hacerlo porque cree que, de alguna manera, eso le dirá que se acuerda de él, que le quiere y que le espera. Le gusta recordar cómo evolucionó su relación, desde que sólo eran unos críos asustados y vulnerables entrando en la academia por primera vez hasta aquel glorioso momento en que decidieron vivir juntos. Se acuerda de la casa, de todo lo que tuvieron que limpiar, de la cantidad de ratas que habían hecho de la granja su hogar y de lo que se rió aquella vez que ellos (dos mercenarios muy competentes) tuvieron que salir corriendo después de ver moverse algo del tamaño de un perro grande.
Piensa en lo que han construido, en que aquello es mucho más grande que ellos dos por separado. Piensa en el futuro y le alegra que siga allí para ellos.
Le ama. Y está deseando contarle todas las cosas que ha visto.