El olor no es agradable. Se percibe nada más entrar por la puerta de aquella casa apartada en la que ha sido recluido para evitar cualquier contagio. No porque haya un verdadero riesgo, en realidad, sino para el resto de aquellas gentes, sin conocimientos de las dolencias que aquejan el cuerpo humano, puedan encontrar un compromiso entre humanidad y superstición, entre compasión y miedo. También es cierto que Ahmel no se ha vuelto demasiado popular tras casi llevaros a la ruina.
Es por ello que, cuando entras, le encuentras solo. Dormido, en uno de esos breves momentos en los que la fiebre le da un respiro, no advierte tu presencia. Casi se podría pensar que es una víctima, un inocente. Pero tú sabes lo que hizo. Y sabes que es un peligro.
No será difícil. Algo de nieve entre la ropa, que no tardará en derretirse y confundirse con el sudor. Un tirón en la pierna, para asegurarse de que la fractura no se cura de forma correcta. Un poco de tierra y musgo en la boca, para exponerle a nuevas enfermedades. El cuerpo humano es complejo y fascinante, pero también frágil. Y es fácil hacer que falle cuando se encuentra en un estado tan vulnerable. Ni siquiera tendrás que esforzarte: un simple empujoncito, y nadie sabrá que ocurrió. La naturaleza hará el resto. Y el mundo se habrá librado de una carga como él.
Cuando abre los ojos, estás junto a su lecho, mirándole. Todavía no has empezado, lo cuál es una suerte, aunque dudas incluso que llegara a darse cuenta si así hubiera sido. Sin embargo, sí parece reconocerte. Y, aunque débil, consigue susurrar.
-Tú...
Repito: no worries, no hay peligro en esta escena. Es solo interpretación. Esta sí me gustaría jugarla de manera habitual, though.
La hedense le miraba desde el marco de la puerta, la cual cerró lentamente tras de sí. Después dejó caer la mirada sobre él con un gesto templado y difícil de descifrar, y que tras varios segundos pasó a decir advertencia. Y no es que Saga tuviese un aspecto intimidante, pero había algo en su actitud, en su comedido silencio o en la oscuridad de sus pupilas que recordaba a los ruidos inexplicables de una noche fúnebre. Y aquella lo iba a ser.
Durante los días siguientes había tejido en su mente toda clase de argumentos y justificaciones hasta que no le quedó más remedio que actuar sobre ellos. Saga le había dado la oportunidad de explicarse, le había escuchado y había tratado de entender de dónde venía. Un trato del que el sureño no había hecho gala, ni siquiera cuando el error fue más que evidente y significativo. Y sabía que había sido Bedelia quien había acudido a él en busca de una ínfima esperanza. Había alimentado aquel sueño, aprovechándose de su vulnerabilidad para sacar adelante sus propios planes y por su culpa Will había terminado inconsciente y la bestia bien podría haberles destripado si no hubieran llegado a tiempo.
Merecía morir. Iba a morir.
-Yo.
Se acercó arrastrando consigo una silla que colocó junto al camastro, sentándose como si no hubiera prisa alguna.
Ahmel se remueve, inquieto, la piel ardiendo y la boca pastosa. Percibe, solo a medias, la amenaza latente en tu presencia, pero la fiebre le impide entender lo que ocurre a un nivel consciente.
-¿Cómo...? ¿Cómo supiste...?
Ladeó la cabeza ligeramente, inquisitiva.
-¿Cómo supe el qué? -pronunció con lentitud.
Había muchas cosas que sabía, y otro puñado mucho más grande que nacía de la intuición. Pero procuraba no errar dos veces con lo mismo.
-La... Bestia -le cuesta pronunciar las palabras. Dudas que sea capaz de hilar más de dos pensamientos seguidos en su cabeza, lo cual dificulta la conversación, si es que puede ser considerada como tal-. No pude. Pero estaba tan... Seguro.
Apretó los labios con fuerza, endureciendo la mirada.
-No escuchaste. No quisiste hablar con quien te podía rebatir. -Arrastraba las palabras del mismo modo que una serpiente venenosa-. Ignoraste todo lo que dije y me insultaste.
Ahmel niega con la cabeza.
-Pero no... No tenía sentido... Yo... -sus lágrimas empiezan a mezclarse con el sudor frío de su rostro-. Su marido. Oh, Jihamath. ¿Qué he hecho?
Sus dientes rechinaron. No le iba a dar tregua sólo porque se sintiera mal. Bedelia se había sentido muchísimo peor que él y por su culpa.
-Le diste esperanza cuando no la había. Le rompiste el corazón.
-No... ¡Yo no quise! Perdonadme. He fallado -la consciencia empieza a abandonarle-. Lo sabrán. Me volverán a... -añade algo en su musical idioma sureño, mientras su voz se hace más débil. Por último, pronuncia una palabra-. Perdóname...
Luego la fiebre se le lleva de vuelta al mundo de la oscuridad.
Siéntete libre de cerrar
Por un instante lástima fue todo lo que pudo reflejar hacia aquel desdichado que entre delirios y estertores se perdía en sus propias afanaciones. Sólo, lejos de un mundo que allí nadie conocía ni jamás recordaría. Un destino que a Saga, en el fondo, le aterraba. Eso podía sentirlo y entenderlo, e incluso compadecerse de ello.
Un instante, en resumen, en el que Saga casi olvidó la razón por la que estaba allí y por la que durante aquellos días había seguido evitando aquel lugar y también en el que se encontraba Bedelia. Pero regresó porque era lo que había venido a hacer, y aquel tipo de decisiones no eran de las que mutaban ante la compasión.
Se levantó con mucho tiento, observándole irse a otro lugar.
-Que te perdonen tus dioses -replicó en aquel mismo tono grave y contundente-. Y a mí los míos.