La ventisca ruge con fuerza, arrasando cualquier rastro de vida que ose desafiar la fuerza del invierno. Pero no allí. Allí no corre brisa alguna, y aunque la temperatura sigue siendo peligrosamente baja, es un frío menos agresivo, menos hostil. Indiferente, congelada en el tiempo, se alza como una isla en un océano de muerte. Allí, uno de los pocos supervivientes al cataclismo que azota los alrededores de Sultünge se recoge junto a unas rocas. Su pelaje blanco le permite camuflarse entre el paisaje, pero dos puntos amarillentos y un hocico negro traicionan su posición en donde debería encontrarse su rostro.
El zorro tiembla. Su pelaje es una protección natural frente a ese tipo de climatología, pero esta vez es diferente. Porque aquel frío no es natural, y aunque el zorro no pueda comprender las causas que lo producen, su instinto le permite percibirlas a un nivel primario. Lo suficiente como para saber que debe esconderse, que debe esperar a que pase. Si es que pasa. Mientras, el zorro acepta resignado su destino, pues no depende de él su supervivencia esta vez, y sueña con tiempos más cálidos, con bosques más frondosos y más vivos.
De repente, sus orejas se alzan de golpe.
Pocos ocultistas conocen el secreto que los zorros blancos guardan con celo. En una profesión, si es que puede llamarse profesión, tan escasa y secretista como la del investigador de lo sobrenatural, es común el buscar en los lugares más insospechados, pues es allí donde se encuentra lo insólito, lo secreto, lo prohibido. Por ello no es de extrañar que ninguno de ellos se suela molestar en estudiar a una criatura tan sencilla y básica como un zorro. Y, sin embargo, a veces la misma respuesta se encuentra en el artefacto más banal, en el lugar más común, en el individuo más corriente. Y por eso nadie sabe que los zorros entienden el lenguaje de los espíritus.
La voz que llega hasta sus oídos procede de un lugar oculto a la vista. Viaja por pequeños resquicios, tan pequeños como la cabeza de un alfiler, hasta encontrar la salida al exterior. Un pequeño orificio, colocado en un ángulo adecuado para no ser cubierto por la nieve, actúa como chivato, reproduciendo la conversación ante el asustado animal, que intenta evaluar si aquella situación supone una nueva amenaza o no. Esto es lo que escucha.
"No sé qué quieres que haga. Las reglas son estrictas."
La otra voz no responde en el mismo lenguaje. En cambio, lanza un silbido, un melodioso aunque incomprensible ruido gutural que la primera parece comprender.
"¿Y en qué ayudaría eso? No. Estoy tan preocupada como tú, pero..."
"¡Basta! Sabes tan bien como yo que eso no arreglaría nada."
"Esperar. No podemos hacer otra cosa."
"Confía en ellos. Sabrán encontrar la respuesta."
"Sí, quizás me equivoque. Pero lo he visto, y tú también. No es coincidencia que estén aquí."
Es entonces cuando la curiosidad del zorro se ve sobrepasada por su instinto de autoconservación. El animal se aleja de las rocas y se esconde varios metros más allá, tras unos arbustos nevados. Horas más tarde, habrá olvidado que escuchó nada. Porque a pesar de lo antes mencionado, hay otra razón que, por encima de las demás, explica que casi nadie sepa que los zorros blancos escuchan a los espíritus.
Y es que nunca les interesa lo que cuentan.